Discursos fúnebres,
06.10.1872
ROMANCE DE LA MUERTE DE MANUEL CRUZ
Amalia Bustos
Capilla del Señor
1976
Tarde de octubre en el pueblo.
El cielo color de añil,
¡Que tarde de primavera!
la alegría de existir
flota en el aire, y se siente
de la vida el resurgir.
Tarde de octubre. ¡No es tiempo
Dios mío, para morir!
Frente a la plaza, una escuela
en cuya puerta el perfil
del preceptor se destaca,
inconfundible entre mil.
Los niños salen de clase
en bandada juvenil;
Ya se aleja la algazara
del riente grupo infantil,
y el maestro los contempla:
¡Los hombres del porvenir!
Por ellos y para ellos
quiere Manuel Cruz vivir;
¡Que la obra comenzada
pueda llevarse hasta el fin!
Mas de súbito, algo siente
que imposible es definir,
algo que corre en sus venas
y hace sus sienes latir;
una congoja, una angustia
que no puede reprimir.
Mas ya recobra su aplomo,
torna a su mesa a escribir
y le rodean sus hijos.
Los cinco se hallan allí,
cinco capullitos tiernos
cinco rostros de jazmín,
en quienes se mira el padre
sintiendo que es muy feliz,
mientras la madre sonríe
al ver que el más chiquitín
ha tomado la cartilla
y comienza a balbucir.
En la torre de la Iglesia
que está muy cerca de allí
el reloj nueve solemnes
campanadas deja oír.
El padre besa las cinco
frente de tibio marfil:
-¡Hasta mañana, hijos míos
que ya es hora de dormir!
¡Cruz no sabe que el mañana
ya no ha de encontrarle allí!
Sobre la mesa, una lámpara
cuya luz ya va a morir.
Silencio y sombras: la antorcha
ya se acaba de extinguir.
La muerte llega a la casa,
con paso lento y sutil;
ya el sueño cerró los ojos
que no han de volverse a abrir.
Y en la mañana del cinco
torna la bulla infantil.
Los alumnos van llegando.
¡Los hombres del porvenir!
ya va cruzando la plaza
la bandada juvenil.
¡Pero que extraño! El maestro
no los sale a recibir....
Todo es silencio en el aula:
el preceptor no está allí.
-¡Despertad, señor maestro,
que ya es hora de escribir!
-¡Señor maestro! no es posible
que no nos quieras oír!
Y Manuel Cruz no responde;
que ya no les puede oír
ni puede ver a los niños
por los que quiso vivir.
Tan solo llega hasta ellos
el triste débil gemir
de los cinco pañuelitos
que ayer le oyeron decir:
-¡Hasta mañana hijos míos,
que ya es hora de dormir!
***